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dilluns, 20 de juliol del 2015

Dejémoslo claro: el BAKALAO mola



A principios de los 80 había una discoteca en Santa Pola (Alicante) llamada Maná Maná. Ponían after-punk, rock industrial, electrónica de baile agresiva… música tan abrasiva e indigesta que enseguida fue bautizada como bakalao. Como todas las discotecas de la época en España abría a las tantas y cerraba al amanecer. El público iba drogado hasta las cejas y se dedicaba a bailar espasmódicamente. En esa era una, con 13 ó 14 años, sabía que existía Maná Maná por las pegatinas de los coches y por los anuncios en Radio Elche.

Portada de "Héroes de los 80", de Los Nikis, recopilatorio de 1991. Hay que fijarse en la puerta del coche (fuente: discogs.com)
 Ya a mediados de los 80 el bakalao era parte de la programación diaria de la mencionada emisora. Es decir, detrás del “Into the Groove” de Madonna sonaban Nitzer Ebb; Anne Clark precedía a los Housemartins y el “No me beses en los labios” de Aerolíneas Federales iba de la mano de Alien Sex Fiend. Yo, cuando sonaba bakalao cerraba los oídos: era la música de Satán. Frente a la limpia melodiosidad de la música pop de los 80 aquello era un taladro en mi pobre cerebro púber. El rechazo a ese sonido, entonces muy fuerte en el Benelux que creó la EBM (Electronic Body Music), se fue apagando conforme iba haciéndome mayor; empezaba a salir en mi tardía adolescencia y me quedaba embelesada con el bakalao amable (ya entonces rebautizado como sonido mákina) que pinchaban en la discoteca Genius (en la Calle José Bernad Amorós, en el emplazamiento del antiguo cine Gayarre; hoy, un Mercadona, creo). Había canciones extraordinarias, como “Último imperio”, de los italianos Atahualpa, con su mensaje reivindicativo de las culturas precolombinas y crítico con la brutalidad de la conquista.

De ahí a escuchar las cintas de sesiones de pinchadiscos de sitios como Central Rock (Almoradí) o Metro (Bigastro), que los amigos ponían a todo volumen en el coche, amigos de ojeras profundas como la noche, negras como la resonancia que el nombre de esas discotecas dejaba en mis oídos.  Yo creo que sólo fui una vez a uno de esos antros, con un amigo al que le debo una de las noches más divertidas de mi vida (que de todos modos no ha sido muy generosa en hazañas nocturnas). Como estaba medio borracha ni recuerdo dónde fue exactamente, sólo que la música sonaba tan alto que tu cerebro se disolvía en ella, violado sin remedio. Esa era la forma de diversión en aquella época para mucha gente: los que iban a bailar como locos como un ritual más del fin de semana, sin mucho desfase, sin mucha química de por medio, los menos; los que habían convertido moverse por aquellos lugares en su forma de vivir el fin de semana, los más. Éstos últimos se corrieron juergas inimaginables para una servidora, consistentes en algo tan inocente y al mismo tiempo tan salvaje como entregarse al baile sin fin.

El valenciano Julio Bustamante tiene una canción preciosa (como casi todas las suyas, por otro lado) titulada “Cargo de mí”, editada muy apropiadamente en 1987. La letra de la canción hace referencia a una chica sonada a la que Bustamante y unos amigos encuentran en la carretera: “Trabajo tanto que cuando llega el fin de semana estoy a punto de estallar”, dice ella, para justificar su estado. Ese era el correlato: los jóvenes de clase trabajadora tanto del cinturón industrial de Valencia como de la zapatera Elche podían trabajar tantas horas que eran buenas víctimas para el hedonismo sin fin ni cabo. El cuerpo y la mente saturadas de estrés y agotamiento físico se sacudían y se ponían del revés en alas del bakalao.

Los 80 fueron buenos tiempos para el ocio juvenil: no había horarios de cierre en pubs y discotecas, no había restricciones de edad; chicos y chicas de 13 y 14 años salían y entraban a sus casas a cualquier hora… La libertad recién recobrada después del franquismo era beber cubatas apoyados en un coche en el centro de la ciudad. El patriarcado fue sustituido por una generosa tolerancia paterna y, especialmente, materna, madres que hacían de abogadas de sus hijas. Encima, en un lugar enamorado de la noche como era la zona de Valencia, esa libertad adquirió tintes épicos.

No sé dónde leí que ya en el Renacimiento las clases populares de la ciudad de Valencia dedicaban el fin de semana a pasear de noche en orden casi militar por las calles, recobrándose de la penosa carga del día a día en un lugar con altas temperaturas diurnas durante buena parte del año. Las fiestas patronales se celebran en los lugares más destacados de la región por la noche, y tienen tintes catárticos y telúricos, están repletas de fuego y esperanza de renovación (las Fallas, las Hogueras, la Nit de l’Albà), noches en las que la destrucción, el ruido, con el peligro consiguiente, es la fiesta. En la ciudad de Elche, hasta no hace muchas décadas, las noches de verano las pasaban los vecinos sentados a la puerta de sus casas, para captar los escasos mechones de fresco nocturno.  Ahí podían dar las tantas.

En un pueblo, pues, tan volcado en la vida callejera, tan propicio a la fiesta, la llegada del techno destroyer fue como la guinda del pastel. Claro que ese asunto partió las ciudades en dos: el aire de ilegalidad que pudieran tener las raves británicas a finales de los 80 lo tenía la Ruta del Bakalao de la Vega Baja alicantina. Todo el mundo sabía que allí se movía droga a espuertas, pero ¿qué mundo? Sólo los jóvenes estaban al tanto de esa extraña movida; para los adultos era un misterio el lugar donde sus hijos se tiraban el fin de semana. Era como si esos jóvenes pertenecieran a una sociedad secreta, a una secta: nadie sabía nada; nadie se iba de la lengua. O sea, que muchos jóvenes consumían speed, mescalina, coca, pero sus padres no sabían nada. Llegado el lunes los prematuros zombis levantaban sus cuerpos deshechos por la fiesta para rehacerse en la rutina agotadora del trabajo, como en el mito de Sísifo, en un ir y venir entre el cielo y el infierno en el que el exceso de uno u otro podía ser mortífero. Esos chicos no eran conscientes del peligro en que ponían sus vidas. O sí eran conscientes de que la droga era mala para la salud, pero que eso no le pasaba a ellos, que ellos controlaban, que en la moderación estaba la virtud.

A juego de esa gran mascarada en la que los engañados eran los padres estaba esa música despiadada, que echaba para atrás al más pintado. No sé hasta qué punto el precipicio generacional que abrió la cultura del bakalao pudo influir en una progresiva destrucción de los lazos familiares  en estas latitudes pero sí que está claro que aquellos que no fueron capaces de dejar en el fin de semana y en su más tierna juventud los vicios adquiridos se convirtieron en una generación perdida. Los 80, de cualquier modo, fueron una mala época en ese sentido en toda la geografía nacional; aquí fue el speed; en el Norte y el Centro, la heroína.

El secreto se convirtió en secreto a voces a principios de los 90, momento en que los medios de comunicación se hicieron eco de la Ruta del Bakalao, es decir, el éxodo de fin de semana de cientos de jóvenes madrileños al nuevo dorado valenciano, que con Chocolate o Barraka hacía de espejo del fenómeno en la Vega Baja alicantina. Alguien se iría de la lengua y de pronto nuestro estruendoso secreto fue expuesto al público general, horrorizado ante la perspectiva de chicos y chicas bailando desatados con los ojos en blanco. Tantos siglos de civilización (es un decir) para acabar así, como salvajes dando saltos alrededor de una hoguera. Coincidió el “descubrimiento” del fenómeno con el intento de convertirlo en un producto comercial. Después de una década en la que se importaba el 100% del producto una serie de músicos valencianos decidieron crear su propia versión del sonido mákina: Chimo Bayo y su “Así me gusta a mí” sonó hasta en los 40. Es, también, un clásico de la música de baile española.

Si el fenómeno del bakalao conocía entonces su momento álgido también comenzó ahí su lento declive. Los medios de comunicación madrileños se dedicaron a ridiculizar el fenómeno, reducirlo a una verbena pueblerina desfasada con ritmos machacones; el polo musical catalán, con las revista Rockdelux y Ruta 66, se limitaron a ignorarlo, cuando no a denigrarlo, con la excepción del periodista Luis Lles, generoso en su apreciación de la aportación valenciana al acervo de la música de baile global. En todo caso ellos, en sus madriles de polvorienta decadencia de la movida y en sus barcelonas ochenteras capitales del muermo, no sintieron el escalofrío que una, melómana desde mi más tierna infancia, sentía ante unos sonidos que no se parecían a nada, aún en los ochenta, únicos, inquietantes y revolucionarios que acabaron mezclándose, ya en los 90 con el hard trance y el eurobeat, hasta diluirse en la nada.

Continúa con Bakalao: el génesis.

2 comentaris:

  1. Creo que bien es cierto que las drogas de diseño speed, lsd, extasis o dexidrinas estaban al igual que hoy al alcance de cualquiera. Y aunque tu opinión es muy respetable, no es del todo como la cuentas, deberías in formarte un poco mas para saber de verdad como y por que se origino ese movimiento socio-cultural entorno al arte, moda, diseño y por supuesto música, que hasta que a mediados de los 90 empezaron a salir productoras como setas en el monte, hubo una verdadera explosión de talento. También en las dos salas para mi,mas punteras de Alicante y Valencia sus djs Juanjo en maná maná y Fran Leaners en Spook tenian un amplio conocimiento musical siguen en activo h puedes disfrutar de sus sesiones en internet. Te recomiendo que oigas alguna y veas du trayectoria, no todo fue chinchinpum, droga y excesos hubo mucho mas y cada uno cogió lo que quiso. Ni las sustancias eran gratis,ni te obligaban a tomarlas, exactamente igual que hoy.

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  2. Hola,
    Te doy las gracias primero por leer este post de hace mucho tiempo. Te animo a leer los otros que tengo sobre bacalao en que profundizo en el tema musical. No viví de lleno esa época porque era muy joven pero me fascina y me enorgullece esa movida, tan respetable como la madrileña pero víctima del menosprecio y nada estudiada. Ya me gustaría dedicarme a sacarla del olvido pero no tengo tiempo... Y el tiempo se agota. Yo ya voy por los 50 y los que bailaron en Maná Maná me sacan unos 10 años. Habrá que ponerse con ello.
    Un abrazo,
    Marisol

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